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20 de septiembre de 2022

Leer a Borges, un bálsamo . Hernán Andrés Kruse

La realidad nos agobia, nos asfixia. Nada mejor, entonces, que abstraernos un rato de esta pesadilla leyendo al egregio Jorge Luis Borges.

EL PUDOR DE LA HISTORIA

El 20 de septiembre de 1792, Johann Wolfgang von Goethe (que había acompañado al Duque de Weimar en un paseo militar a París) vio al primer ejército de Europa inexplicablemente rechazado en Valmy por unas milicias francesas y dijo a sus desconcertados amigos: “En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen”. Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo: yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.

A esta reflexión me condujo una frase casual que entreví al hojear una historia de la literatura griega y que me interesó, por ser ligeramente enigmática. He aquí la frase: “He brought in a second actor” (trajo a un segundo actor). Me detuve, comprobé que el sujeto de esa misteriosa acción era Esquilo y que éste, según se lee en el cuarto capítulo de la Poética de Aristóteles, “elevó de uno a dos el número de los actores”. Es sabido que el drama nació de la religión de Dionisos; originariamente, un solo actor, el “hipócrita”, elevado por el coturno, trajeado de negro o de púrpura y agrandada la cara por una máscara, compartía la escena con los doce individuos del coro. El drama era una de las ceremonias del culto y, como todo lo ritual, corrió alguna vez el albur de ser invariable. Esto pudo ocurrir pero un día, quinientos años antes de la era cristiana, los atenienses vieron con maravilla y tal vez con escándalo (Víctor Hugo ha conjeturado lo último) la no anunciada aparición de un segundo actor. En aquel día de una primavera remota, en aquel teatro del color de la miel ¿qué pensaron, qué sintieron exactamente? Acaso ni estupor ni escándalo, apenas, un principio de asombro. En las “Tusculunas” consta que Esquilo ingresó en la orden pitagórica, pero nunca sabremos si presintió, siquiera de un modo imperfecto, lo significativo de aquel paisaje del uno al dos, de la unidad a la pluralidad y así a lo infinito. Con el segundo actor entraron el diálogo y las indefinidas posibilidades de la reacción de unos caracteres sobre otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt, y otros que, todavía, no pueden discernir nuestros ojos.

Otra jornada histórica he descubierto en el curso de mis lecturas. Ocurrió en Islandia, en el siglo XIII de nuestra era; digamos, en 1225. Para enseñanza de futuras generaciones, el historiador y polígrafo Snorri Sturlason, en su finca de Borgarfjord, escribía la última empresa del famoso rey Harold Sigurdarson, llamado el Implacable (Hardrada), que antes había militado en Bizancio, en Italia y en Africa. Tostig, hermano del rey sajón de Inglaterra, Harold Hijo de Godwin, codiciaba el poder y había conseguido el apoyo de Harold Sigurdarson. Con un ejército noruego desembarcaron en la costa oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los enfrentó el ejército sajón. Declarados los hechos anteriores, el texto de Snorri prosigue: “Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y también los caballos, estaban revestidos de hierro.

Uno de los jinetes gritó:

-¿Está aquí el conde Tostig?

-No niego estar aquí-dijo el conde.

-Si verdaderamente eres Tostig-dijo el jinete-vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte del reino.

-Si acepto-dijo Tostig-¿qué dará al rey Harold Sigurdarson?

-No se ha olvidado de él-contestó el jinete-. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.

-Entonces-dijo Tostig-dile a tu rey que pelearemos hasta morir.

Los jinetes se fueron. Harold Sigurdarson preguntó, pensativo:

-¿Quién era ese caballero que habló tan bien?

-Harold hijo de Godwin”.

Otros capítulos refieren que antes que declinara el sol de ese día el ejército noruego fue derrotado. Harold Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde (“Heimskringla”, X, 92).

Hay un sabor que nuestro tiempo (hastiado, acaso, por las torpes imitaciones de los profesionales del patriotismo) no suele percibir sin algún recelo: el elemental sabor de lo heroico. Me aseguran que el “Poema del Cid” encierra ese sabor; yo lo he sentido, inconfundible, en versos de la “Eneida” (“Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito”), en la balada anglosajona de Maldon (“Mi pueblo pagará el tributo con lanzas y con viejas espadas”), en la “Canción de Rolando”, en Víctor Hugo, en Whitman y en Faulkner (“la alhucema, más fuerte que el olor de los caballos y del coraje”), en el “Epitafio para un ejército de mercenarios” de Housman, y en los “seis pies de tierra inglesa” de la “Heimskringla”. Detrás de la aparente simplicidad del historiador, hay un delicado juego psicológico. Harold finge no reconocer a su hermano, para que éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo; Tostig no lo traiciona, pero no traicionará tampoco a su aliado; Harold, listo a perdonar a su hermano, pero no a tolerar la intromisión del rey de Noruega, obra de una manera muy comprensible. Nada diré de la destreza verbal de su contestación: dar una tercera parte del reino, dar seis pies de tierra (1).

Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera legado la memoria de la hazaña de Régulo. Con razón escribió Saxo Gramático en su “Gesta Danorum”: “A los hombres de Thule (Islandia) les deleita aprender y registrar la historia de todos los pueblos y no tienen por menos glorioso publicar las excelencias ajenas que las propias”.

No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria: Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende.

Otro tributo a un enemigo recuerdo en los capítulos de los “Seven Pillars of Wisdom” de Lawrence; éste alaba el valor de un destacamento alemán y escribe estas palabras: “Entonces, por primera vez en esa campaña, me enorgullecí de los hombres que habían matado a mis hermanos”. Y agrega después: “They were glorious”.

(1) Carlyle (“Early Kings of Norway, XI”) desbarata, con una desdichada adición, esta economía. A los seis pies de tierra inglesa, agrega “for a grave” (para sepultura).

(*) Jorge L. Borges: Obras Completas (Tomo 2), Círculo de Lectores, Emecé, Buenos Aires, 1974).

ANEXO

EL PRIMER PRESIDENTE DE LOS ARGENTINOS (PRIMERA PARTE)

El 20 de mayo de 1780 nació en Buenos Aires Bernardino Rivadavia, considerado el primer presidente que tuvimos los argentinos. Cursó sus primeros estudios en el Real Colegio de San Carlos, pero no los terminó. Durante las invasiones inglesas fue teniente del Tercio de Voluntarios de Galicia y en 1808 el por entonces Virrey Liniers decidió nombrarlo alférez real, nombramiento que fue rechazado por el Cabildo. Durante los álgidos días de la revolución participó en la histórica sesión del 22 de mayo, votando por la deposición de Cisneros.

A partir de entonces Rivadavia comenzó una carrera política que culminaría en la presidencia. La Junta Grande no opinaba bien de él y, bajo la acusación de ser partidario de España, decidió deportarlo a Guardia del Salto. Con la instauración del Primer Triunvirato, símbolo del centralismo porteño, Rivadavia recobró su protagonismo político al ser nombrado Secretario de Guerra. Adquirió notoriedad al ser protagonista activo de hechos traumáticos como la represión del Motín de las Trenzas y el fusilamiento de Álzaga. En octubre de 1812 estalló en Buenos Aires una revolución comandada por San Martín, Carlos María de Alvear, Pinto y Ortiz de Ocampo. Su objetivo no era otro que la disolución del Triunvirato y su reemplazo por un segundo Triunvirato. Rivadavia (ideólogo del Primer Triunvirato) fue inmediatamente arrestado y obligado a alejarse de la ciudad. Sin embargo, en 1814 retornó a la política al viajar en compañía de Belgrano en misión diplomática a Europa en representación del gobierno revolucionario del Río de la Plata. En Francia tomó contacto con el filósofo Destutt de Tracy, quien lo introdujo al liberalismo de Constant y al pensamiento de los escritores Balzac y Stendhal, quienes ejercieron una profunda influencia sobre sus ideas. En Londres logró dialogar con el pensador Jeremy Bentham, padre de la filosofía utilitaria, y tradujo sus libros al español.

En 1820 se esfumó en las Provincias Unidas del Río de la Plata todo atisbo de autoridad política. El 20 de junio de ese año murió Manuel Belgrano, en un ambiente dominado por el caos y la violencia. Un año más tarde el general Manuel Rodríguez, a cargo del gobierno de la provincia de Buenos Aires, nombró a Rivadavia Ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores. Se transformó inmediatamente en una suerte de “súper ministro” y tomó varias decisiones relevantes que pasaron a la historia con el nombre de “reformas rivadavianas”. Sus bases liminares eran “paz, civilización y progreso”. Rivadavia estaba convencido de que la única manera de sacar al país del atraso era instaurando un gobierno republicano representativo, y para ello era indispensable institucionalizar continuamente. Nutrido del liberalismo de Constant y Bentham, creía con firmeza que la propiedad y la seguridad estaban íntimamente vinculadas con la libertad. Su ética política estaba en sintonía con el utilitarismo de Bentham, con quien mantenía una activa correspondencia. Profesaba la fe católica pero era, al igual que muchos de sus contemporáneos, profundamente regalista. Además, su moral era muy rígida y su temperamento era volcánico. Siempre tenía a Europa en el horizonte y le dolía ver el atraso que aquejaba a su patria. Fue entonces cuando decidió que la única manera de acercar las Provincias Unidas a Europa era a través de un profundo proceso de reformas.

La reforma rivadaviana apuntaba a asegurar el desarrollo de la provincia de Buenos Aires a través de inversiones de capitales extranjeros. Rivadavia estaba obsesionado con los problemas económico-financieros. En 1822 decidió la creación de la Bolsa Mercantil y el Banco de Descuentos, cuyo objetivo era sustituir a la fundida y desacreditada Caja Nacional de Fondos, creada por Pueyrredón. En el directorio del banco convivieron los intereses vernáculos (Anchorena, Castro, Lezica, Riglos y Aguirre) con los de los comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires (Cartwright, Brittain y Montgomery). Además de sus acciones, el banco estaba autorizado a emitir billetes. En un momento dado, las necesidades públicas obligaron a una continua emisión que provocó su colapso, siendo reemplazado por el Banco Nacional. Lamentablemente, la guerra con el Brasil provocó nuevas emisiones que lo arruinaron definitivamente.

Mientras tanto, el gobierno se anotaba una gran victoria a nivel internacional. En abril de 1821, el rey de Portugal y Brasil reconoció la independencia de las Provincias Unidas. Un año más tarde, lo hicieron los Estados Unidos. Finalmente, a fines de 1823, lo hicieron los británicos. El reconocimiento inglés se produjo luego de la fuerte presión de los círculos comerciales de Londres, que estaban por demás interesados en ampliar sus vínculos económicos en Sudamérica. Junto al reconocimiento político hubo una normalización de las relaciones comerciales entre ambos estados. Rivadavia y el cónsul Parish intentaron firmar un tratado comercial, pero Gran Bretaña manifestaba su preocupación por la ausencia en estas tierras de un gobierno central con quien negociar. Ello explica por qué el gobierno de Buenos Aires procuró lograr la constitución de un gobierno central común a todas las Provincias Unidas. En enero de 1825 fue dictada la ley que creaba el Poder Ejecutivo Nacional y en febrero de 1826 se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con los ingleses. Este tratado era el símbolo del liberalismo económico, la doctrina hegemónica en ese entonces.

Ante la ausencia de economistas de fuste, el gobierno de Buenos Aires no se percató de que Gran Bretaña, la gran potencia comercial e industrial de entonces, se beneficiaba con el librecambismo pero que había llegado a esa posición dominante aplicando un prudente mercantilismo proteccionista. En consecuencia, Parish no tuvo inconveniente alguno en lograr que las Provincias Unidas acepten “las tradicionales cláusulas de reciprocidad de trato y de nación más favorecida”, lo que fue considerado por los gobernantes argentinos un claro triunfo, cuando en realidad la única beneficiada era Gran Bretaña. En efecto, en aquel momento las exportaciones argentinas a Gran Bretaña ascendían a 388.000 libras, mientras que las importaciones desde la gran potencia alcanzaban las 803.000 libras. Los gobernantes argentinos ofrecieron una débil resistencia al avance formidable de la ideología dominante a nivel mundial: el liberalismo económico. Y pese a que en alguna oportunidad se produjeron enfrentamientos entre ambos países, se limitaron a cuestiones de índole práctica que no afectaban al fondo de la cuestión.

Fuentes:

-Bernardino Rivadavia: Wikipedia, la Enciclopedia Libre:

-Germán Bidart Campos: Historia Política y Constitucional Argentina”, ed. Ediar, Buenos Aires, 1976, Tomo I.

-Carlos Floria y César García Belsunce: Historia de los Argentinos, ed. Larousse, Buenos Aires, 1992.

Hernán Andrés Kruse

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