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2 de julio de 2016

La Argentina de las fortunas enterradas by Carlos Marcelo Shäferstein

Aseguran que Corrientes es tierra fértil para la aparición de fantasmas, espectros o espíritus que se pueden llegar a percibir en este paseo de una hora y media a través de los principales sitios donde -dicen que dicen- se verían estos seres

 Un fantasma, comentan los entendidos, suele aparecerse en los lugares donde hubo un crimen, donde estuvo sepultado, donde hay un “entierro” y le cuesta “despegarse”. Las casas, edificios públicos e iglesias de la ciudad de Corrientes que tienen más de dos siglos están llenos de historias inquietantes.

Contaban los historiadores con quienes me relacioné -durante mis largos años de servicio en nuestro hermoso litoral- que cuando llegaron los españoles a nuestro país, se comenzó a hacer costumbre el enterrar en vasijas bajo tierra las riquezas en joyas, oro y especies valiosas, por los continuos asaltos que sufrían los grandes fundos descampados, huérfanos de ley, por grupos o familias enteras de bandoleros. Inclusive durante la guerra de la Triple Alianza, cuando los paraguayos invadieron temporalmente a Corrientes quienes huían hacia el sur ocultaban en bóvedas improvisadas bajo la tierra sus tesoros, grandes o aún pequeños, en aquellos territorios donde todavía no había llegado el clearing bancario.

Con el paso de los años, muchos latifundistas, terratenientes y hasta campesinos murieron dejando estos tesoros escondidos en las que fueron sus tierras y en el más absoluto secreto. Nadie, salvo algún caso eventual, pudo encontrar sus riquezas.

Años más tarde algunas personas “elegidas” comenzaron a ver en las noches oscuras una especie de rescoldo (brasas ardientes) si eran de color rojizo era un entierro de oro y si era de color blanco el entierro era de plata. En efecto: al remover la tierra en ese lugar desenterraron cántaros de greda repletos de oro y plata.

Ya nadie duda que existen dichos entierros o tesoros escondidos, inclusive en antiguas casonas construidas a principios del siglo XX, son considerables fortunas bajo tierra o entre las tejas de algún viejo techo.

Para encontrar los entierros tenían que cumplir una serie de condiciones: ser valientes, pues tenían que hacerlo en una noche muy oscura, no tenían que ser codiciosos, pues, cuando les entraba la codicia, el entierro se cambiaba de lugar y era imposible de encontrar.

Dichos lugares se reconocían porque en su entorno sucedían hechos extraños, luces al atardecer, chispas como si estuvieran encendidas fogatas, cerca o sobre el entierro; algunas historias más tenebrosas cuentan de la aparición de espectros o sombras que indican el lugar... eso sí, sólo a quienes ellos decidan entregárselo.

En el interior, son los fantasmas los que anuncian dicho entierro, también con sonidos de metales chocando en seco; mientras más se buscan, más difícil se hace la tarea de encontrarlos, por ello se dice que en la mágica noche de San Juan a medianoche, los ambiciosos caza- tesoros deberán salir a buscarlo para tener suerte.

La leyenda dice que si a alguien se le da la gracia de encontrarlo, deberá actuar rápidamente si no desea que se vuelva a perder; para ello debe enterrar un objeto metálico puntiagudo a modo de ancla para que no se mueva, para volver con las herramientas suficientes para desenterrarlo, pero para que esta empresa sea realizada con éxito, se deben cumplir ciertas reglas ciertamente supersticiosas:

En la extracción del tesoro sólo pueden intervenir máximo tres personas y de sexo masculino, si hubiera una mujer ésta debe estar vestida con la ropa al revés.

Cuando se comienza la excavación no pueden pronunciarse el nombre de Dios, de Jesús, o de la Virgen o de ningún santo, porque si lo hace el tesoro se moverá de lugar, siendo imposible volver a encontrarlo.

Al encontrar el buscado “entierro”, éste pasa a ser muy peligroso para quien lo encuentre, porque conlleva una maldición; según se cuenta, estos tesoros ya son pertenencia del diablo. La maldición se traduce en muertes repentinas de algún miembro de la familia del desenterrador de tesoros, en los días siguientes.

Para que la maldición no alcance al buscador, éste debe cambiarse inmediatamente de casa lo más lejos posible.

Además, ni una sola moneda del tesoro puede ser utilizada, hasta pasado un año como mínimo de su hallazgo.

Leyendas aparte, los entierros existían y de ello hay constancias históricas suficientes, porque el Siglo XIX caracterizó a la Patria por ser escenario de cruentas guerras civiles y hasta conflictos internacionales, con desplazamiento poblacional y desarraigo forzado de las familias que no encontraban ni garantías ni sosiego durante la colonización del país.

Ya en Buenos Aires, ya ciudad capital del Virreinato del Río de la Plata, la memoria nos trae un testimonio singular:

En el desolado camino -hoy avenida Quintana- que unía la Recoleta con la parte poblada de la ciudad de Buenos Aires, en la noche del 14 de abril de 1812, una partida celadora comandada por el capitán Juan José Ferrer detuvo a tres sujetos que evidenciaban conductas sospechosas.

El trío estaba conformado por un inglés alto y pelirrojo, ataviado con un poncho pampa, un joven criollo de condición humilde y un moreno aún más pobre.

Nada inocente podría estar haciendo el grupo en la Calle Larga (Quintana, de 400 metros, iba desde las actuales Libertad hasta Callao sin ser cruzada por ninguna otra calle) a partir de las ocho, cuando el sol se había puesto y la oscuridad ofrecía amparo.

La partida celadora los detuvo. El inglés del poncho protestó por dos motivos: era súbdito británico y, además, no había hecho nada malo. Sin embargo, su inocencia estaba muy en duda. En cuanto al criollito y al negro, su único delito era haber obedecido a su amo. ¿Qué habían hecho estos tres hombres? Sepultar un tesoro junto a unos sauces.

Tanto los empleados como el inglés -irlandés, en realidad- fueron alojados en el Cuartel del Regimiento de Patricios, en la Manzana de la Luces. El enigmático sepulturero era Guillermo Brown, de 25 años, comerciante en ese entonces, y futuro almirante y prócer de las fuerzas navales de la Patria.

Todo el día 15 estuvo en la prisión del cuartel. El 16 le escribió al cónsul, el capitán británico Peter Green: “Como vasallo de Su Majestad Británica me tomo la libertad de dar parte a usted que entre las 7 y 8 de la tarde del 14 del corriente, estando en el camino que tira de la Recoleta a la ciudad, sin armas ni nada con que defenderme, un oficial con su partida me hicieron prisionero y me condujeron a la cárcel de donde escribo ésta (…). El motivo que me instaba pasar por este destino era el entierro de unos quinientos pesos, que había mandado por mi criado y un negro, y que iba a efectuar en algún lugar seguro de la playa por el camino de San Isidro, para quedar allí hasta que se me presentara la oportunidad de un buque mercante que los condujera a mi mujer y familia en Inglaterra, a fin de que participara conmigo una parte de lo que con tanto trabajo he ganado”.

¿Era delito sepultar dinero? No. Hasta era habitual hacerlo: la gente no guardaba sus valores en el colchón, sino que los enterraba. Pero se presumía que quién lo hacía en la costa quedaba a la espera de una noche propicia para embarcarlo. Cuando las condiciones del tiempo lo permitieran (baja visibilidad y aguas calmas) era desenterrado y cargado a un bote que lo transportara hasta un buque, salteando los controles de la Aduana.

Cabe preguntarse por qué no guardaba uno el dinero en su casa y lo transportaba al bote en la noche ideal. Eran varios los motivos. Uno de ellos, la seguridad. Brown había terminado un negocio nada fuera de lo común (llevaba mercadería a Chile en un barco que se averió y terminó cruzando los Andes con mulas cargadas). A Buenos Aires regresó con buena cantidad de dinero. Él no vivía en una casa propia, sino en la Fonda de los Tres Reyes. Estaba muy expuesto a que le robaran la recaudación. Debe notarse qué, según declaró, él no llevaba el dinero, sino que lo había pasado al criado y al negro para que lo transportaran. Era una manera de proteger sus ahorros, porque si lo asaltaban en el camino, sólo a él lo revisarían.

Ese tipo de depósito era común y se denominaba entierro o tapado.

El capitán Green logró convencer a las autoridades de que el irlandés había actuado con desconocimiento de las normas aduaneras y que en todo caso su idea era pagar el viaje a su familia para que se radicaran en Buenos Aires. Fue liberado bajo promesa de que no volvería a hacerlo.

Lo cierto es que pasaron cientos de años desde aquellas arraigadas costumbres nacidas de la improvisación y la escasez de seguridad, pero los Báez, los Kirchner o José Francisco López -seguramente por otros motivos- perseveran aferrados a la vieja manía criolla de los entierros, y la construcción de bóvedas y catacumbas.

López (a) “lospesitos”, el Secretario de Obras Públicas K, decidió llevarse el dinero que tenía en un embute de su piso de calle Las Heras y sus seis lujosos relojes en su Chevrolet Meriva por temor a su mujer, María Amalia Díaz, la cual juró vengarse de él en una discusión de sobremesa en la que surgió que el ex viceministro abusó sexualmente de una de sus dos hijastras, retoños de María Amalia Díaz del primer matrimonio de la señora López, quienes vivían en el mismo edificio de Recoleta.

De su inesperado periplo hasta el “monasterio” trucho donde se practican contemporáneamente los “entierros” surgió el escándalo morboso de la súbita publicidad su inadvertida fortuna.

Pero la exégesis de la historia la relataré en mi próxima nota, que -les adelanto- mucho tiene que ver con las reglas monásticas vulneradas, en la exégesis oportuna del recientemente difunto obispo Rubén Di Monte, del obispo Agustín Radrizzani, la hermana Alba o la prestamista Ana Pronesti, entrevistada por Nelson Castro, e incluso por el Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina: Monseñor José Mª Arancedo.

En especial el recatado silencio que todos ellos guardan sobre las reglas de sepultura establecidas en el derecho canónico.

La Iglesia tiene sus normas sobre sepultura regladas cuidadosamente en el canon 1240 del Código de Derecho Canónico donde se establece que “donde sea posible la Iglesia debe tener cementerios propios” para los fieles. Añade luego que “las parroquias y los institutos religiosos pueden tener cementerio propio”. Sin embargo se previene que “no deben enterrarse cadáveres en las iglesias”. El canon 1239 dice expresamente que “ningún cadáver puede estar enterrado bajo el altar; en caso contrario, no es lícito celebrar en él la misa”.

Carlos Marcelo Shäferstein

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