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29 de julio de 2020

Covid-19 y muerte digna By Hernán Andrés Kruse

En un artículo publicado el 26 de julio en el Cohete a la luna (“Ya llegó”) Juan Carlos Tealdi expresa lo siguiente: “Un día de esta semana, en un centro de salud de la Ciudad de Buenos Aires con la guardia saturada, dos médicos discutieron enérgicamente...

 Uno de ellos consideraba que una paciente de 80 años, con deterioro cognitivo, no debía ingresar a terapia intensiva dada la sobrecarga que tenían. El otro, un médico de guardia, le preguntaba si quería que la matara. Otro día, la terapia intensiva del Hospital Penna seguía saturada, como desde dos semanas antes, pero ahora todos los pacientes padecían Covid. En la guardia había otros 6 pacientes que estaban recibiendo asistencia respiratoria mecánica (ARM). Al pedir al SAME una derivación a otro hospital, desde la coordinación les informaron que todos los hospitales estaban igual. En el Hospital Santojanni, como en otros hospitales, se fueron ampliando los sectores de atención de pacientes críticos. Siempre en esta semana, la terapia intensiva tradicional, ahora UTI-1, de 12 camas, estaba toda ocupada con pacientes Covid. La UTI-2, también de 12 camas, estaba toda ocupada con pacientes Covid. La UTI-3, antes unidad Coronaria, de 8 camas, toda ocupada con pacientes no-Covid. El Shock Room original, de 8 camas, destinado a estabilizar pacientes críticos no-Covid antes de su derivación a terapia intensiva, y el Shock Room Covid, de 3 camas, estaban completamente ocupados. En su informe reservado a socios de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva, el martes 21/7, 41 centros de salud informaban sobre su situación: 12 de ellos eran públicos y 29 privados. En total disponían de 829 camas de internación (285 públicas y 544 privadas). De esas 829 camas, 435 estaban ocupadas por pacientes Covid (191 públicas y 244 privadas), 299 por pacientes Covid con ARM en terapia intensiva (133 públicos y 166 privados), 272 camas ocupadas por pacientes no-Covid 53 públicas y 219 privadas), y quedaban libres 122 camas (41 públicas y 81 privadas). El porcentaje de camas libres era de 14.72% (14.39% de las públicas y 14.89% de las privadas)”.

Este párrafo estremece ya que confirma el infierno tan temido: el sistema de salud está al borde del colapso, lo que significa que en poco tiempo se llegará a la trágica situación de la última cama, es decir, de la espantosa situación de los médicos de terapia intensiva de tener que decidir qué paciente salvar y qué paciente condenar. Si ello llegara a suceder muchos enfermos que padecen la Covid-19 no tendrán el derecho a morir dignamente.

A propósito de este tema tan profundamente humano me tomo el atrevimiento de transcribir en su totalidad este excelente ensayo del doctor Juan Ramón de la Fuente, profesor emérito de la Facultad de Medicina de la Unam, publicado a fines de 2018.

Morir con dignidad

El trabajo profesional del médico gira en torno a la muerte. No obstante, antes que a los médicos, la muerte les interesó claramente a los artistas, a los filósofos y a los religiosos quienes, de diversas maneras, manifestaron sus reflexiones en torno al acto de morir, con visiones muchas veces penetrantes y descriptivas, otras, lúcidas y aún conmovedoras. Tal es el caso de León Tolstoi quien, entre su vasta literatura, dedica un cuento cuya lectura para cualquier médico es ineludible: la muerte de Iván Ilich. El desinterés aparente que sobre la muerte de Iván Ilich tienen sus compañeros y colegas (la negación de la muerte), sirve de fondo para la descripción magistral de actitudes que caracterizan a la vida moderna y que son válidas aún en nuestros días: la dualidad entre el afecto y la comunicación es una de ellas, y se caracteriza cuando una persona expresa algo diferente a lo que siente. Lo que parece ser una realidad entre los médicos es que la muerte es un proceso que nos resulta incómodo. Hay una mezcla de sentimiento de fracaso, y quizá también de angustia ante nuestra propia muerte. “Se ha muerto él y no yo”, escribió Tolstoi al describir la tranquilidad que generaba el saber que el muerto era otro y no uno. La muerte es inevitable, pero una muerte con sufrimiento no lo es. Morir con dignidad es, más que un anhelo, un derecho que adquiere forma jurídica en un cada vez mayor número de países. Son muchas las causas que explican el creciente interés en el tema. Una de las más poderosas -paradójicamente- radica en el éxito mismo de la medicina. Tenemos una expectativa de vida cada vez mayor. Vivir más se considera una suerte de triunfo de la ciencia sobre la muerte. Pero la muerte no es lo contrario de la vida, es parte de la vida. Lo que ocurre es que con la longevidad han cambiado el concepto de la vejez y de la muerte misma. Vivir más no significa necesariamente vivir bien. Diversos estudios muestran que en la vejez aumentan las desigualdades, se acentúan la soledad, el sufrimiento y algunas enfermedades incurables, costosas tanto para el paciente como sus familiares. De hecho, se estima que dos de cada tres personas mueren de enfermedades asociadas con la longevidad. Así que, si no morimos en un accidente o como consecuencia de alguna catástrofe natural o inducida, si no somos víctimas de la violencia, es probable que vivamos más tiempo aunque con un alto riesgo de padecer alguna enfermedad a la que no logremos sobrevivir.

La negación de la muerte en el caso del personaje de Tolstoi, Ivan Illich, hacía que todos eludieran el tema: los que se estaban muriendo, sus familiares y hasta los propios médicos. Se generaba una auténtica conspiración del silencio. Pero todo eso ha ido cambiando a pasos acelerados. En las redes sociales hay plataformas, blogs, páginas y chats en donde se empieza a hablar de la muerte en voz viva y en primera persona. Parece que también los abuelos de los millenials han encontrado en la tecnología formas de compartir sus preocupaciones, sus sentimientos, su forma de comunicarse con otros que experimentan circunstancias similares. Hay una nueva narrativa sobre cómo afrontar la muerte y cuáles son las vivencias frente a ella. La muerte ha dejado de esconderse detrás de los muros de los hospitales. Y es que la imagen de cualquier persona en una unidad de cuidados intensivos, conectada mediante tubos a un ventilador pulmonar, a un riñón artificial, inconsciente o semiconsciente, alimentada por una sonda conectada al intestino, nos resulta sencillamente aterradora. Cada vez somos más los que no queremos acabar así. Tenemos el derecho a optar por una muerte más digna, más libre, menos dolorosa. La muerte de cada uno será un proceso singular e irrepetible. ¿Cómo queremos vivirla? La muerte es inevitable, pero una muerte con sufrimiento no lo es. Morir con dignidad es, más que un anhelo, un derecho que adquiere forma jurídica en un cada vez mayor número de países. Atreverse a mirar de frente a la muerte, que inevitablemente vendrá, no siempre es fácil. El curso de los años lo va propiciando, aunque a la vejez también le gusta ocultarse. A veces existe una doble negación. Por otra parte, la muerte de gente querida propicia la reflexión. Cada día que pasa nos morimos un poco. Reflexionar periódicamente sobre la muerte puede ser provechoso. En todo caso, es un estímulo de vida para distribuir mejor el escaso tiempo que tenemos. ¿Es la muerte un acto trascendental? ¿Es un acontecimiento biológico? ¿O es, como el nacimiento y la adolescencia, una etapa de la vida? Creo que la muerte es todo eso y más, y nuestro deber como médicos es estudiarla como estudiamos otros asuntos que, siendo fenómenos biológicos, adquieren sobre todo una dimensión humana. No hay que perder de vista que nuestra conducta está en buena medida determinada por acontecimientos previos, pero también está condicionada por el futuro. Estamos dotados de la capacidad de imaginar cosas, y por eso tenemos advertencia anticipada de nuestro inevitable final.

El avance de la ciencia, así como las múltiples variables que condicionan la vida moderna (su velocidad vertiginosa, la falta de tiempo para todo, la sensación de urgencia inminente, etc.), han ejercido influencias poderosas cuyas consecuencias han sido, entre otras, el debilitamiento de las creencias generalizadas en torno al individuo recurriendo a una naturaleza superior en situaciones extremas. La visión secular del mundo ha erosionado la idea de la inmortalidad personal. La providencia ha quedado marginada. En la medicina, gracias al avance de la ciencia, hemos avanzado más en tratar de salvar vidas que en evitar el sufrimiento y preservar la dignidad de los enfermos y de sus familias. Las circunstancias actuales permiten tratar de encontrar un mejor equilibrio entre ambas. Por ejemplo, ¿debe el médico decir al enfermo las cosas tal cual son, cuando podemos anticipar que su condición es irremediable? Pero más allá de las creencias estrictamente personales (respetables, en todo caso), la tendencia a negar la realidad de la muerte es un fenómeno que es necesario analizar. Los niños pequeños piensan que la muerte es un acontecimiento transitorio, reversible. Algunos pueblos primitivos trataban a sus muertos como si estuvieran vivos, enterrándoles con objetos que habrían de servirles para el viaje, en el inframundo. Otros, en cambio, han visto a la muerte como el tránsito hacia una vida más feliz y despiden con fiestas a sus muertos. Son muchas las expresiones. Por otro lado, un hecho innegable es que ante la muerte, con frecuencia se pone en juego ese mecanismo de negación, una suerte de “clausura psicológica” que oculta la realidad inaceptable. Esta negación de la realidad, como recurso protector ante la muerte, es aparente ante una gran variedad de circunstancias. La dolorosísima experiencia sufrida en los campos de concentración está llena de relatos conmovedores de algunos supervivientes: había quienes cavaban dócilmente sus propias fosas y marchaban serena, ordenadamente hacia las cámaras de gas. Otros, más sagaces quizá, nos cuentan que no parecían percibir su muerte próxima como algo real, estaban como sustraídos.

Las actitudes ante la muerte son, pues, muy variables. Algunos prefieren morir en su cama y otros prefieren hacerlo “con las botas puestas”. La mayor parte de los seres humanos deseamos vivir el mayor tiempo posible gozando de buena salud y morir sin sufrimiento, con dignidad. Conviene recordar también que hay quien piensa que no ha de ser tan malo morir cuando a uno le llegue su día. Y desde luego, no hay duda de que se mezcla una amplia gama de emociones cuando se acerca la muerte. Al médico le toca estudiar, diagnosticar, informar, aconsejar. Pero la decisión final recae en el paciente y, cuando sea posible, en consulta con sus familiares. La libertad de conciencia de médicos y pacientes es fundamental en un proceso de esta naturaleza. Cada vez hay más información que nos obliga a repensar cómo estamos lidiando con estos asuntos. Por ejemplo, un estudio reciente mostró que el tiempo de sobrevida de los enfermos terminales estuvo sobreestimado por sus médicos tratantes, en más del doble de lo que en realidad vivieron, retrasando así medidas paliativas que pudieron haber disminuido sensiblemente el dolor y el sufrimiento. Recordemos que el miedo dominante de muchos enfermos graves no es tanto a la muerte como a la invalidez, la pérdida de la dignidad y la capacidad de bastarse a sí mismos; o el miedo al abandono y al dolor, más que a la muerte misma. Pienso que el temor a la muerte es natural. Aún las personas más religiosas, quienes no pierden la esperanza de que vendrá otro mundo mejor que este, no siempre encuentran en su experiencia íntima un antídoto eficaz contra el miedo a morir. Una diferencia importante, eso sí, es que la persona creyente en la supervivencia del espíritu se preocupa por lo que pudiera encontrar más allá, en tanto que la persona no creyente se preocupa más bien por lo que deja tras de sí. Sir William Osler escribió que la mayor parte de los enfermos observados por él murieron tal y como habían nacido; es decir, sin darse cuenta de ello. También es una observación verificable que muchas personas mueren tranquilas, sin dejar tras de sí problemas mayores y legan, a los que se quedan, el ejemplo de su gran fortaleza. Es necesario pues que el médico no niegue la muerte, sino que reflexione acerca de sus propias actitudes hacia ella, las propias y las de sus enfermos. Las actitudes de muchos médicos respecto de la muerte son las que convencionalmente corresponden a la cultura en la que están inmersos. Algunos tienen de ella un concepto estrictamente biológico; la ven únicamente como un problema técnico. Esa visión, a mi juicio, representa también una suerte de negación.

La muerte de un hombre es siempre una muerte humana, cualitativamente diferente de la muerte de otros seres vivos, justo por esa dimensión tan singular y tan exclusiva de nosotros, los humanos. Pienso que, en la medicina, gracias al avance de la ciencia, hemos avanzado más en tratar de salvar vidas que en evitar el sufrimiento y preservar la dignidad de los enfermos y de sus familias. Las circunstancias actuales permiten tratar de encontrar un mejor equilibrio entre ambas. Por ejemplo, ¿debe el médico decir al enfermo las cosas tal cual son, cuando podemos anticipar que su condición es irremediable? Diversas encuestas realizadas a lo largo de los últimos años muestran de manera contundente que nueve de cada diez enfermos prefieren que se les informe con veracidad, sobre todo si han de morir pronto; en contraste, todavía cerca de la mitad de los médicos que han sido interrogados dudan si deben decir la verdad a los enfermos en trance de muerte. Reitero mi tesis central: el enfermo tiene derechos y el médico debe respetarlos. Ahora bien, la verdad puede decirse con cierta delicadeza, tratando de adaptar las formas y el lenguaje a las condiciones del enfermo, toda vez que de lo que se trata no es solo de decir las cosas tal cual son, sino de ayudar al enfermo a poner en juego sus propios recursos para poder entender y aceptar esa verdad. Precisamente por ello es que me resultan inadmisibles los médicos que no dejan que sus pacientes se mueran de su propia muerte y se empeñan en prolongar una falsa forma de vida, que se ha vuelto la especialidad de algunos colegas, acaso vinculados al negocio de los hospitales. Encarnizamiento terapéutico, le llaman algunos. Debería prohibirse. No es raro que el médico mienta piadosamente para confortar a sus pacientes, y acabe por ser responsable de una suerte de maltrato terminal. Morir cuando es ya inevitable, con los recursos médicos disponibles (sin dolor, con un esquema de sedación paliativa, si se requiere) puede ser un alivio, una suerte de liberación para el paciente y sus familiares. Lo verdaderamente esclavizante, lo inhumano, es una agonía prolongada, mutilante y muy costosa, en términos económicos y emocionales. En pocas circunstancias de la práctica profesional, el arte de la medicina mantiene tanta o más vigencia que su contraparte científica que al tener que confrontar a un enfermo con su fin inminente y cercano.

El médico no debe ocultar al enfermo la gravedad de su padecimiento; lo que sí puede hacer es dejarle abierta la posibilidad de escoger entre la aceptación de esa realidad y su negación como un mecanismo de defensa adaptativo, inmediato y que, en muchos casos, es el reflejo de que esa persona requiere un poco más de tiempo para asimilar las implicaciones de la verdad médica. También ocurre que no son pocos los enfermos que aun cuando dicen preferir la verdad, en realidad están más bien dispuestos a aceptar las mentiras que en determinado momento les digan sus familiares y el personal de salud en una suerte de complicidad activa. Esta es parte innegable de nuestra realidad cotidiana. Es el expediente fácil al que se recurre con tanta frecuencia. Hay pacientes que insisten en que se les diga la verdad, y que literalmente enmudecen al escucharla. Dejan de hacer preguntas. Hay que respetar los silencios y los tiempos del enfermo, y dedicarle entonces algunos minutos adicionales a la familia para iniciar con ellos un proceso en el que deberán valorarse otras decisiones, muchas veces críticas, urgentes y complejas, pero que hay que enfrentar. El buen clínico sabe bien que las reacciones de sus enfermos son a menudo impredecibles. Un cuadro más frecuente de lo que uno imaginaría es el de la discrepancia, a veces claramente perceptible entre el optimismo creciente de algunos enfermos o sus familiares y los avances notorios de una enfermedad que los acerca cada vez más a la muerte. Pienso que si los mecanismos de defensa son adaptativos (es decir, si no generan problemas adicionales y ayudan a mantener una cierta tranquilidad en el entorno del enfermo) deben respetarse. Pero si no, hay que confrontarlos. En todo caso, periódicamente conviene ayudar al enfermo a aceptar su realidad, señalando la gravedad de su enfermedad, las limitaciones terapéuticas, lo que es posible anticipar. Asimismo es necesario que el médico no pierda de vista que las experiencias y los deseos de los enfermos que van a morir difieren considerablemente entre unos y otros. Habrá quienes prefieran aislarse y así retirar progresivamente del mundo sus intereses y sus afectos. Por el contrario, quizá a la mayoría le aterra la idea de ser abandonado, de quedarse sólo, y espera entonces ansiosamente la visita del médico y demanda la presencia permanente de sus seres queridos. Una línea ética que se ha mantenido vigente a lo largo del tiempo y que no falla, es que el médico ayude a sus enfermos a vivir con dignidad hasta el final, esto es, que los ayude a conservar la serenidad, en la medida de lo posible, hasta el último momento. Confrontar y confortar. No es tan fácil pero tampoco es pedir mucho. Lo que tiene que haber es la disposición para tomar en cuenta las demandas y los deseos de los enfermos, para que no tratemos de imponerles los nuestros. Un buen médico percibe siempre las necesidades de los enfermos que van a morir y sabe responder a ellas. No prolonga la vida a toda costa y de hecho no impide, si está en sus manos, que el enfermo muera mucho después que ha muerto su esperanza, cuando aún tiene la posibilidad de morir con dignidad.

Hernán Andrés Kruse

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