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11 de abril de 2020

El precio del amor

Homilía del Obispo diocesano durante la acción litúrgica de la Pasión del Señor, a puertas cerradas en la Catedral de Nueve de Julio, el viernes santo 10 de abril de 2020

Hoy, se nos presenta de lleno el mal, en todo su realismo, el misterio de la iniquidad.
Jesús, el justo por excelencia, el inocente condenado, al que crucificaron sin tener
pecado ni haber cometido delito alguno. El concentra en sí y es el símbolo de todas las
injusticias y contradicciones de la humanidad a lo largo de la historia.
Y esta realidad del mal, el misterio de la iniquidad, se nos presenta hoy también a
nosotros bien concretamente en este contexto inédito de pandemia global, que a
todos nos afecta de una manera u otra, poniéndonos de cara a la vulnerabilidad,
debilidad y finitud humana. Y, en definitiva, al misterio del sufrimiento y la muerte.
En medio de la ansiedad por la incertidumbre de lo que vendrá, o de la angustia por el
aislamiento, o ante las estadísticas de los contagios y de las muertes, surge
espontáneamente el “¿por qué?”. ¿Por qué ocurre esto, por qué Dios lo permite? Si
Dios lo puede todo ¿por qué permite esta enfermedad, el sufrimiento y la muerte?
¿Son “pruebas” o de qué se trata?
Como siempre los seres humanos balbuceamos o tratamos de darnos diferentes
explicaciones. Desde las más disparatadas o conspirativas hasta las más científicas y
racionalistas. Para finalmente resignados admitir, desde nuestra pequeñez, que no
tenemos respuesta a todo.
Por eso, es muy necesario mirar esta cuestión con ojos de fe, dejándonos iluminar por la palabra de Dios, para no llegar a conclusiones erróneas y pesimistas.
Fundada, basada y sostenida en la misma revelación divina -de la cual la palabra recién proclamada nos da testimonio- la tradición cristiana ha llegado a la siguiente
conclusión: “del mayor mal, Dios puede sacar el mayor bien” (Santo Tomás de Aquino).
La omnipotencia no siempre se manifiesta en evitar el mal; sino en que Dios, es tan  y tan fuerte, que es capaz de sacar un bien aún mayor que si ese mal nunca
hubiese existido.
Muestra de esto es cuanto estamos celebrando en estos días: de la muerte de su Hijo en la cruz, sale la vida nueva por la resurrección. Eso nos hará cantar en el pregón

pascual ¡Oh feliz culpa que nos mereció tan gran salvador! Y que el refrán popular ha expresado de una manera que suena tan bien: “¡No hay pascua sin viernes santo!”.
El mal, el sufrimiento y el dolor no siempre tienen explicación suficiente ni remedio inmediato. No hay una respuesta clara y acabada a nuestros “porqué”. Así y todo, Dios
por los misteriosos caminos de su amor, providencia y misericordia saca un bien del mal, supera con creces cuanto hemos perdido o -como decimos corrientemente-
“escribe derecho sobre renglones torcidos”. Éste es el fundamento de nuestra esperanza. Y por eso mismo, podemos tener las pequeñas esperanzas cotidianas, las
de “corto plazo” podríamos decir, que nos animan, sostienen y confortan ayudándonos a levantarnos y continuar caminando después de cada derrota, caída o pérdida.
Por eso, al contemplar hoy a Jesús clavado en la cruz, podremos descubrir el misterio del amor que transforma, supera y vence finalmente al misterio del mal. Este es el
precio o el regalo del amor. Lo “pagó” -para decirlo en lenguaje fácilmente comprensible- el Señor por nosotros y así se transformó en el mayor “regalo”, don de
vida nueva en el amor.
Entonces, en esta tarde volvamos al amor de Dios manifestado en su cruz, dejémonos envolver por este misterio, depositemos toda nuestra confianza en su amor, y
ofrezcamos nuestros temores, dolores, angustias, errores y hasta pecados a los pies del Crucificado.
Hoy somos invitados a silenciar todos nuestros cuestinamientos contemplando en silencio a Cristo crucificado. Allí encontraremos la respuesta.
Ese mismo amor recibido en la cruz nos renueva interiormente y nos da las fuerzas necesarias para donarnos y servir amorosamente, para cuidarnos unos a otros. La
genuina generosidad, solidaridad y servicio brotan auténticamente de esta fuente del
amor divino.
Necesitamos estar muy unidos al Señor, único Salvador del género humano, en estos momentos inciertos y angustiosos de la historia. Solo así podremos evitar caer en las
redes del mal y vivir anclados en la esperanza.

Jesús mismo en la cruz experimentó el silencio del Padre, pero gritó;en tus manos me encomiendo; y el abrazo de Dios, por la fuerza del Espíritu, lo colmó de vida. Por eso
mismo, besando a la cruz, en cada hogar, digamos también nosotros con profunda fe: en tus manos está mi vida y el mundo entero. Entonces renacerá hoy nuestra
esperanza, la paz y una gran confianza.

+Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio

 

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