Viernes 19 de Abril de 2024

Hoy es Viernes 19 de Abril de 2024 y son las 01:50 -

11 de abril de 2013

La bisabuela que aguantó siete horas subida a una silla con el agua en la boca

Vive en La Loma y tiene 89 años. La encontraron debajo de la heladera inconsciente y con un cuadro de hipotermia. Su casa es una de las tantas que quedó arrasada, y asegura que todavía no entiende de dónde sacó fuerzas para mantenerse con vida

 

Le alcanzó a decir a su nieta que el agua le estaba por llegar a la cintura y la llamada se cortó.

Eran poco más de las diez de la noche y en la penumbra de su casa del barrio La Loma, en 37 entre 30 y 31, Teresa Saltamartini podía ver incrédula y aterrada algo que no había visto ni imaginado en sus 89 años de vida: la lluvia ya no era lluvia sino un río oscuro y furioso que entraba y barría con todo: puertas, cuadros, mesa, heladera, sillas.

Cuando intentó llamar otra vez, desesperada, el teléfono se le escapó de la mano y fue a hundirse a uno de los rincones del living, lejos. Inalcanzable.

“El agua seguía subiendo y no sabía qué hacer -cuenta Teresa, más tranquila y alojada por ahora en la casa de su nieto-. Hace más de cincuenta años que vivo en ese barrio y nunca vi semejante cosa. Nunca. Mirá que han pasado inundaciones y he perdido cosas. ¿Pero esto? No, jamás. Era el fin del mundo”.

A esa hora, el living era una oscuridad de pozo negro y Teresa sentía el agua sucia y helada cerca de los hombros. Temblaba. Rezaba. Tenía tanto miedo que hasta pensó cerrar los ojos y dejar que fuera lo que Dios quisiera.

Fue un segundo, pero en ese segundo alcanzó a manotear una silla de plástico que pasó flotando cerca, como un salvavidas improvisado y milagroso en medio del desastre.

ERA UNA SILLITA DE MORENA, SU BISNIETA.

Pensó en ella y en su nieta: estaba en la zona de plaza Moreno y lo último que alcanzó a decirle fue lo que pudo: que el agua le estaba por llegar a la cintura. Pero eso parecía ya demasiado lejano, casi de otra vida. El agua estaba ahora en el cuello y seguía subiendo.

“Empecé a tragar agua y ahí sentí que se terminaba todo -recuerda con los ojos llorosos-. Lo único que tenía en ese momento era la sillita de Morena, mi bisnieta”.

Era lo único pero fue suficiente: apoyó la sillita contra el fondo de esas aguas embarradas y se subió como pudo, tapada y soportando los dolores. Hacía frío. Afuera se venía el mundo abajo y sintió que el río del living era un océano marrón que no paraba de crecer.

“No sabía qué hacer -repite la bisabuela, emocionada y todavía conmovida-. Yo soy bajita así que pensaba que el agua me tapaba enseguida. Lo único que podía hacer era quedarme ahí, en la sillita. Si bajaba me ahogaba. Y si trataba de moverme también me ahogaba. Era eso, no había más”.

EL MILAGRO DE LA LOMA

De pie sobre la sillita de su bisnieta, temblando, Teresa Saltamartini se quedó congelada y pidiendo al cielo una sola cosa: que el agua no la tapara.

Y no la tapó. Se detuvo a la altura de la boca y quedó estancada como un lago imposible pero manso. Podían ser las once de la noche. Tal vez un poco más. Afuera seguía lloviendo.

“De la hora exacta no me acuerdo -dice Teresa, estóica-. Sí me acuerdo que tragué agua un par de veces más y cerré la boca para no ahogarme. Ahí se me vino toda la vida de golpe. Pensé en mis nietos, en los bisnietos. No se si lloraba o rezaba. No sé. Me daba cuenta de que me iba a morir ahogada en mi propia casa. No sé, la verdad es que no sé de dónde saqué tantas fuerzas para aguantar”.

Pero aguantó. Y no una ni dos ni tres. Aguantó siete horas en un rezo que era rezo pero también llanto y desconcierto. Mientras Teresa rezaba subida a la sillita de su bisnieta, con el agua en la boca y los muebles de toda una vida flotándole cerca, su nieto Martín se volvía loco por intentar llegar para rescatarla. Estaba a tres o cuatro cuadras y la correntada que bajaba por la 31 no lo dejaba avanzar. Así estuvo él toda la noche, esperando que el cielo aflojara un poco y el agua bajara para saber cómo estaba su abuela al otro lado de ese río insólito.

Lo último que sabía era lo que le habían avisado por celular desde plaza Moreno: “la abuela me dice que el agua le está por llegar a la cintura -le dijo la otra nieta en un llanto-. Yo no puedo llegar, está todo inundado. Por favor, Martín, tratá de llegar vos como sea”.

Así estuvo Martín toda la noche, protegido en una camioneta y mirando fijo ese horizonte de aguas para salir nadando ni bien pudiera. Y así lo hizo poco después de las seis y media de la mañana, cuando la correntada calmó y el agua empezó a bajar.

Cuando llegó a la casa de la calle 37, se impresionó todavía más. El agua había dejado su marca casi a la altura del número de la puerta. No tenía cómo entrar pero trató de hacerlo a la fuerza. Pateó, se desesperó, y después de un rato de furia y angustia creyó oír desde el interior de la casa un suave quejido parecido a una voz. Es la abuela, pensó, es la abuela. Entró a la casa rompiendo puertas y ventanas y encontró a su abuela tirada con la heladera encima. Todavía la tapaba un poco de barro, tenía los brazos y las piernas plagados de moretones y la piel azul de tanto frío.

Increíble pero real, el descenso de las aguas hizo que se le viniera la heladera encima y la dejara tendida en medio del barrial, golpeada e inconsciente.

“De eso ya ni me acuerdo”, cuenta Teresa, quien fue llevada en andas al hospital Italiano. Ahí le comprobaron un cuadro de hipotermia y la tuvieron casi un día internada. Al princpio no reconocía ni a sus nietos. Era todo confusión y no sabía siquiera qué había pasado. Pero fue un momento: de a poco empezó a recomponerse y los recuerdos volvieron con furia y puntualidad de catástrofe. Recordó la lluvia. El rezo interminable. La sillita de su bisnieta. En la cama del hospital, golpeada y todavía aturdida, Teresa Saltamartini empezó a recapitular algunos de los momentos de esa noche y comprendió que lo que había vivido era en realidad incomprensible. Como una pesadilla. O como un milagro.

COMPARTIR:

Comentarios