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11 de febrero de 2018

Un infierno alternativo, por Enrique G. Avogadro

Desde diciembre se ha instalado, entre quienes votaron a Cambiemos en 2015 y 2017, un descontento tan fuerte que ha hecho caer nada menos que quince puntos la imagen del Presidente de la República, que se había fortalecido después de las elecciones de medio término.

Las razones para ese cambio de tendencia son varias: la azarosa modificación previsional, el aumento en los servicios públicos, la persistente inflación, la frustración de la reforma laboral, la ocupación del espacio público por la izquierda combativa, la frontal lucha de los dirigentes sindicales corruptos contra la Justicia, algunas cancelaciones de contratos de empleados públicos, el crecimiento de la deuda externa, etc., amén de notorios errores de ciertos funcionarios que, con razón, dieron pasto a las fieras.

Desde esta columna semanal he sostenido que consideraba su mayor error no haber desnudado claramente, de cara a la sociedad entera, la magnitud de la crisis que, cual bombas sembradas en cada uno de los caminos, había dejado Cristina Elisabet Fernández cuando debió dejar el poder; ésta, a mi juicio, fue infinitamente más grave que la que soportamos en el 2001. A ello adjudico la disconformidad de la ciudadanía frente a la necesidad de ceder supuestos pero perceptibles beneficios que el kirchnerismo le había otorgado con populista generosidad.

 

Me refiero, por ejemplo, al acceso indiscriminado a la jubilación de cuatro millones de personas que no habían efectuado aportes previsionales; ese disparate –se hubiera podido encontrar una solución para paliar la extrema necesidad en algunos casos- permitió que muchísimas señoras de clase media y alta se subieran a la oportunidad, aunque el importe mensual que perciben no les alcance para pagar una cena o un vestido; tengo a mi alrededor montones de amigas que se acogieron a ese privilegio y, supongo, a partir de hoy me dejarán de querer.

 

Lo mismo sucede con quienes pagaban por el transporte público el precio más barato del país y quienes recibían prácticamente gratis el suministro eléctrico o el gas domiciliario, lo cual los habilitaba a mantener caliente el agua de sus piscinas y, por supuesto, a pagar mucho menos para cocinar que sus propias empleadas domésticas que deben, aún hoy, adquirir las garrafas mentirosas.

 

La viuda de Kirchner dejó el país con una inflación que superaba el treinta y ocho por ciento anual, al Banco Central vacío y endeudado a futuro, y un tercio de los habitantes sumido en la pobreza y en la miseria extrema. Y eso además de colonizar la administración pública con más de un millón de empleados superfluos que hoy actúan como quintacolumnistas.

 

Sólo esos datos concretos, de por sí, justifican la primigenia necesidad de Cambiemos de adoptar una política gradualista, porque no podía abandonar a los más pobres a su suerte ni expulsar de un solo golpe y hacia un mercado laboral privado inexistente a todos aquellos que hoy se alimentan de la agotada teta de la vaca Estado. La única virtud de la administración anterior, no buscada sino impuesta por la negativa del mundo a prestarle dinero, fue el bajo nivel de endeudamiento externo; eso permitió al Gobierno encontrar fuera del país –no hay ahorro interno suficiente- los fondos necesarios para financiar ese gradualismo, aunque nos vuelva vulnerables y no se pueda seguir haciéndolo hasta el infinito.

 

Reconozco que estamos en una situación económica complicadísima, pero gran parte de ella nos la debemos a nosotros mismos. Basta con pensar (o, simplemente, ver las fotografías de las repletas playas de Brasil, Chile y Uruguay) cuántas divisas pierde la Argentina por el turismo emisivo pero, mucho más grave aún, por la brutal caída de las exportaciones y la tan remolona inversión directa que no llega desde el exterior y, tampoco, de nuestros propios industriales que, en cambio, han reflotado el mercado inmobiliario de Punta del Este y mantienen afuera los capitales blanqueados.

 

Todo ello nos obliga a reflexionar. Si la vocación social de modificar el rumbo suicida que llevábamos, que representan los triunfos electorales de Cambiemos, no se viera coronada por un crecimiento económico sostenido, que permitiera reducir la incidencia de la deuda sobre la economía, sin dudas volvería el populismo más salvaje y corrupto a hacerse con el poder. Ya en él, se vería enfrentado a la imposibilidad de recurrir al financiamiento externo y, como consecuencia directa, comenzaría a emitir moneda sin respaldo alguno, y el país caería de inmediato en otra hiperinflación.

 

Porque no podemos soñar imposibles: ¿a quién podría recurrir una Cristina Fernández reencarnada para cubrir el déficit de ANSES, o para reponer los subsidios a la energía y al transporte público?, ¿cómo haría para seguir manteniendo en el Estado a más de un millón de parásitos?, ¿a qué recursos podría apelar para pagar los sueldos de los empleados públicos?, ¿aumentaría la ya insoportable presión impositiva?, ¿volvería a expropiar las ganancias del campo? El peronismo, parte del cual hoy ha pasado a la resistencia, se limita a despotricar contra una situación de la que es único responsable y no ofrece ninguna receta alternativa alguna para justificar su oposición a las medidas que propone el Gobierno para salir de esta terrible coyuntura.

 

Aunque usted y, en cierta medida, yo mismo tengamos reparos contra la gestión del Presidente y estemos impacientes frente a la demora en reducir la inflación y el gasto público, debemos formularnos algunas preguntas elementales: ¿nos parecen iguales Mauricio Macri y Daniel Scioli, María Eugenia Vidal y Anímal Fernández, Gabriela Michetti y Carlos Zannini, Nicolás Massot y Cuervo Larroque, Nicolás Dujovne y Axel Kiciloff, Carlos Rosenkrantz y Eugenio Zaffaroni?; porque esa es hoy la opción. Y qué decir del resto de las personas que volverían a ocuparse de la cosa pública, muchos de cuales hoy se encuentran en la cárcel o están haciendo fila para ingresar, pero que recuperarían de inmediato la libertad y la calma por obra y gracia de los volubles jueces federales.

 

Pongámoslo en blanco y negro: el kirchnerismo, el trotskismo y lo peor del corrupto sindicalismo se han juntado para combatir a la Justicia que pretende, por primera vez en muchísimo tiempo, investigar y castigar a sus mayores caciques, se llamen Julio De Vido, Máximo Kirchner, Hugo Moyano, Marcelo Balcedo, Caballo Suárez, Pata Medina, Milagro Salas, Hebe Bonafini, Víctor Santamaría, etc., y con ese único propósito el tren fantasma que han formado ha convocado a una manifestación para el jueves 22; arrearán, una vez más, a los obreros robados para defender a los dirigentes ladrones.     

 

En resumen, ha llegado el momento de elegir definitivamente entre un ya imposible pasado de imaginado bienestar y un arduo sendero que nos lleva al futuro, abriéndonos al mundo para convivir y competir seriamente en él.  Por eso, convoco a todos mis conciudadanos a poner el hombro para ayudar al Gobierno a superar el aún complicado presente económico y a apostar a ese nuevo horizonte de estabilidad, crecimiento y responsabilidad. Si no lo hacemos, si seguimos mirando sólo nuestro propio y personal interés, nos habremos definitivamente suicidado.

 

Bs.As., 3 Feb 18

Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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