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5 de agosto de 2018

Apetito emociogénico: cuando sentirse mal es un camino directo a la obesidad

Se calcula que el 80% de las pesonas que atraviesa una situación estresante termina comiendo de más aunque no tenga hambre
¿De qué se trata?

Comer para suprimir o suavizar emociones negativas como el estrés, el enojo, la ansiedad o la tristeza, se sabe, bien puede sabotear los esfuerzos para bajar de peso o generarnos incluso una obesidad que atente contra nuestra salud. En tren de corroborar esta idea, los nuevos informes sobre la cuestión no sólo confirman que una situación traumática lleva a comer más sino que esa conducta se dispara por un tipo de hambre hasta ahora no del todo conocido: el apetito emociogénico. ¿De qué se trata?

 

“La comida no es sólo comida -dice el doctor Arturo Rolla, endocrinólogo de la universidad de Harvard y uno de los impulsores de popularizar el nuevo término- sino una gratificación oral que nos tranquiliza y nos lleva a una zona de confort, de manera que, como consecuencia de las emociones, se aumenta el apetito emociogénico y hace que comamos más de lo que debamos comer”.

El diagnóstico del especialista es parte de una serie de trabajos que intentan desentrañar el vínculo entre hambre y emociones y que fueron presentados en las recientes Jornadas de Medicina Nutricional y Obesidad que reunió a investigadores y representantes de universidades de Chile, Ecuador, Brasil y Argentina. Según los estudios presentados en este encuentro, al 80% de las personas las situaciones estresantes les genera comer más, mientras que sólo en el 20% de los casos los lleva a comer menos.

 

 

Lo planteado en estas jornadas viene siendo analizados por los expertos en este último tiempo. Para la nutricionista Florencia Amerise, “es sabido que el comer a veces satisface nuestras sensaciones, pero hay que tener en cuenta que cuando esto pasa sin hambre el resultado es una ganancia de peso mucho mayor que la habitual”.

Según Amerise, además, tampoco se puede pasar por alto que algunos alimentos tienen características adictivas. “Cuando se prueba un chocolate -ejemplifica-, liberamos mayores cantidades de sustancias narcóticas que brindan sensación de satisfacción. Esa recompensa que experimentamos en nuestro cuerpo puede reforzar nuestra preferencia por alimentos que están muy conectados con sensaciones puntuales de placer”.

No muy distinto es lo que plantea el nutricionista Norberto Russo, para quien “son pocas las personas que comen porque tienen hambre: la mayoría de mis pacientes obesos dice que jamás ha sentido hambre porque siempre comen antes de que su cuerpo siente la necesidad”.

Uno de los aspectos más frecuentes del llamado apetito emociogénico es el círculo vicioso que genera en quien lo padece: “Una situación estresante lleva a comer más y un estado depresivo puede desencadenar en un cuadro de obesidad -explica Rolla-. Y la obesidad, a su vez, lleva a las personas a padecer la estigmatización y discriminación y a enfrentar problemas de mala adaptación psico-económico social, que llevan a cerrar el círculo vicioso de obtener gratificación ante estas situaciones a través del deseo de comer para saciar el apetito emociogénico”.

Un trabajo realizado en la Universidad de Cornell, Estados Unidos, permitió detectar que, cada día, las personas toman cerca de 200 decisiones relacionadas con la alimentación pero se registra sólo 20. Por eso, se apunta, el medio ambiente físico, social y emocional influye de manera directa sobre nuestras decisiones a la hora de comer y beber.

“Siempre se supo que las emociones repercuten de manera directa con nuestra forma de alimentarnos -dice Amerise-, pero ahora tenemos más elementos y sabemos, entre otras cosas, que el hambre emocional comienza repentinamente y el hambre físico ocurre gradualmente. Otra característica frecuente de este tipo de apetito es que cuando se come para aliviar un sentimiento no importa si el estomago está lleno o vacío: sólo importa comer”.

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